11.6.09

CREPÚSCULO MATEMÁTICO (2)


Capítulo Segundo

Corría el siglo VI antes de nuestra Era y Grecia era una civilización en desarrollo, cuando Pitágoras fundó la Escuela de los Pitagóricos en la ciudad de Crotona, al sur de lo que actualmente es la península de Italia. En ella Pitágoras, su esposa Teano y sus discípulos se dedicaron durante muchos años al estudio de las matemáticas, la filosofía, la música, la astronomía, la metafísica y algunas otras ciencias. Sin embargo, aquella época de paz y conocimiento se vio truncada por una guerra que Crotona sostuvo con la vecina Síbaris (de donde luego provendrían los sibaritas), y aunque Crotona resultó vencedora, los Pitagóricos no pudieron evitar que su Escuela fuera incendiada como consecuencia de los disturbios. Muchos de ellos murieron en el desastre, y Pitágoras logró escapar a duras penas. Anciano, desencantado, cansado y débil, fue a refugiarse en la ciudad de Metaponte, donde pasó sus últimos años en una humilde cueva dedicado a lo que otros hemos hecho en nuestros primeros años: a dar clases particulares de matemáticas.
Entre sus afortunados alumnos había cuatro jóvenes, que no eran conscientes precisamente de su fortuna, llamados Trapeces, Cartesia, Escalena y Piramidos. Aquel día la tardía primavera calentaba lentamente los campos, los olivos hacía ya semanas que estaban en flor y los insectos, impacientes, esperaban a las horas centrales del día para desplegar su típico concierto de somnífero sonsonete. El cielo brillaba en la mañana con un azul intenso, y la brisa del cercano mar hacía aún más difícil centrarse en los estudios, en las cuentas y en los problemas aritméticos. Pitágoras solía reunirse con sus alumnos a la sombra de unos árboles junto a uno de los paseos que entraban a la ciudad, entre las numerosas granjas y huertas, aunque ese día se estaba retrasando un poco más de la cuenta. Los cuatro jóvenes se apoyaban indolentemente en el tronco de uno de los pinos mediterráneos que flanqueaban el camino.
-¿Sabéis alguno lo que nos va a explicar hoy? –preguntó Trapeces, un poco por romper el silencio tedioso.
-Creo que algo sobre un teorema –contestó Cartesia, no muy segura.
-¿No es ése que habla de la hipopelusa y los dos caretos? –dijo Piramidos.
-A mí no me preguntéis, que hace tiempo que no me entero de nada –exclamó Escalena lanzando un bufido.



Pasaba el tiempo, crecía la esperanza de que el anciano Pitágoras no apareciera aquella mañana para impartir la clase, y ya los jóvenes empezaban a mostrarse inquietos, mientras decidían si seguir esperando al gran matemático o dar la clase por anulada y emplear aquella hora en bajar a la playa a divertirse. Estaban en esto cuando Trapeces, que miraba hacia el sur, pudo ver una curiosa figura que se acercaba lentamente por el paseo. A pesar de la agradable temperatura, venía cubierta de pies a cabeza por una túnica oscura, casi negra, que le ocultaba los pies y las manos, y se extendía en una capucha dejando en sombras el desconocido rostro.
-Callaos, -dijo Trapeces-. Se acerca alguien que parece forastero.
A una seña del joven, los cuatro se quedaron observando al individuo, y para su sorpresa lo vieron acercarse a ellos con intención de hablarles, como finalmente hizo.
-Buenas tardes, jóvenes –dijo en una voz baja y oscura-. Me envía vuestro maestro, Pitágoras.
La capucha se movió como mirando a cada uno de los alumnos, pero había dentro de ella tanta oscuridad que sólo lograban distinguir la punta de una nariz larga y pálida asomándose tímidamente al exterior.
-Vuestro maestro os manda llamar para que acudáis a su cueva, pues hoy os enseñará la lección allí –siguió diciendo-. Hoy no se encuentra muy bien y no puede salir al exterior… Seguidme, por favor…
No les pareció muy buena noticia a ninguno de los cuatro, que ya se habían hecho a la idea de no tener clase aquella mañana; más aún, el desconocido personaje no les ofrecía mucha confianza. Pero como el maestro Pitágoras era muy respetado en Metaponte, aunque ellos no sabían realmente por qué, no se atrevieron a expresar ningún desacuerdo, sino que siguieron dócilmente al extraño conforme éste tomaba el paseo alejándose de la ciudad hacia unas colinas cercanas. Abandonaron el camino cuando habían recorrido casi un kilómetro, y no fue hasta después de otros dos kilómetros más, subiendo una cuesta que se hacía cada vez más empinada por momentos, entre huertas de olivos y otros árboles frutales, cuando por fin llegaron a un repecho rocoso en el que se abría la boca de una negra caverna.
-¡Estoy cansado! –exclamó Piramidos.
-Yo también –dijo Cartesia.
-¡Vaya, no conocía esta cueva! –dijo Trapeces, observando el lugar. Por un momento le extrañó no conocerla, pues desde pequeño pasaba las tardes recorriendo todos los alrededores de Metaponto con sus amigos, practicando como todos la caza, la pesca y muchos otros diversos deportes a los que eran aficionados los griegos.
-¡Qué emocionante, la cueva donde vive Pitágoras! –dijo Escalena, y no se sabe por qué, por una vez parecía de verdad entusiasmada.
El misterioso personaje se detuvo junto al umbral y señalando su interior instó a los jóvenes:
-El maestro os está esperando. Pasad, pasad…


-Venga, vamos –dijo Cartesia, y se apresuró a encabezar la marcha.
-Parece oscuro ahí dentro –dudaba Piramidos, pero no se atrevía a demostrar sus temores.
-¿Nadie se trajo una lámpara o una antorcha? –preguntó Escalena.
-¡No veo nada! -se limitó a decir Trapeces, que absorto, contemplando el entorno se había quedado el último, y cuando traspasó el umbral se encontró en una oscuridad completa.
Si la cueva hubiera estado iluminada, los jóvenes habrían podido ver los escasos muebles y pertenencias del anciano Pitágoras, que desde hacía muchos años acostumbraba vivir con mucha sencillez. Originalmente, la caverna era limpia y acogedora, y en su parte más interna continuaba y parecía estrecharse para penetrar en las ignotas profundidades de la tierra. Pero aquel día, por alguna extraña razón, la intensa luz del exterior no lograba entrar más allá de unos escasos metros, apagándose rápidamente como si algo la estuviera obstaculizando.
-Pues sí que es pobre Pitágoras –comentó Cartesia.
-No tiene ni para velas –corroboró Piramidos.
-Las matemáticas no dan para mucho –afirmó Escalena. La imagen de su anciano maestro decaía por momentos al observar aquel lugar con apariencia mísera e inquietante.
-Fijaos, creo que ahí viene… -dijo Trapeces al notar que alguien se acercaba desde lo más profundo de las sombras.El silencio se apoderó de los cuatro jóvenes cuando en la oscuridad brillaron unos ojos rojizos de pupila alargada. A través de la maligna mirada los jóvenes sintieron que las intenciones de aquellos ojos no eran positivas en absoluto, y a todos les recorrió un intenso escalofrío de pánico, y mayor fue el susto cuando en la oscuridad parecieron brillar dos afilados colmillos que acompañaron al fulgor de los amenazantes ojos. Pero apenas tuvieron tiempo de pedir que alguien trajera una luz.
En el exterior de la cueva, junto al umbral, el extraño personaje encapuchado que los había conducido hasta allí reía en voz baja mientras a sus oídos llegaban, medio ahogados, varios gritos angustiosos de terror…

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